Memoria, conocimiento ancestral y otras realidades en ‘The Man Who Could Move Clouds’, de Ingrid Rojas Contreras

Una semana después de terminar de leer The Man Who Could Move Clouds, de Ingrid Rojas Contreras, tuve un sueño. Un zopilote negro, posado en la copa de un árbol altísimo, tan alto que por un instante dudé de su existencia. En el sueño, alguien me advertía no mirar al enorme pájaro a los ojos, a menos que quisiera despertar la furia de la bruja que habitaba en ese cuerpo de animal carroñero, una criatura que, de sentirse amenazada, bajaría para asesinarme. Yo no atendí la advertencia. La curiosidad me ganó y me atreví a desafiar su mirada. En cuestión de segundos, el animal ya estaba frente a mí, abalanzándose sobre mi cuerpo con la misma fuerza con que los buitres entierran sus garras en los cadáveres. La diferencia es que yo no estaba muerta, estaba soñando. 

Las plumas se habían transformado en un vestido blanco, y adiviné, a través de él, las formas de una mujer. El cabello oscuro le cubría el rostro, pero las imágenes borrosas y frenéticas que recuerdo del ataque me permiten intuir que el resultado de aquella metamorfosis era ahora un ser sin facciones. Donde debían estar los ojos, la nariz y la boca, solo había piel. Lo único que se me ocurrió en aquel momento fue estirar el brazo y colocar mi mano contra su frente para poner distancia entre nosotros, y empecé a rezar. Cuando un ente violento me ataca en el plano onírico, he descubierto que la mejor forma de alejarlo, en mi caso, es la oración, quizá no tanto por su carácter religioso como por la intención y la fuerza con las que aprendí a usarla como método de defensa. Desde pequeña, memoricé oraciones en latín para obligarme a recobrar el control de mi cuerpo cuando se me subía el muerto, lo que en el ámbito científico se conoce como parálisis del sueño. Crecí en una familia católica, y los sacerdotes le daban consejo a mi madre en las épocas en que el insomnio me consumía, así que aprendí a defenderme según me lo permitían mis creencias. 

Excepto por una saga fantástica que leí hace tiempo, no recuerdo que otro libro se haya abierto paso a mi inconsciente de la manera en que The Man Who Could Move Clouds lo hizo. No me atrevo a afirmar por qué razón la imagen de ese zopilote negro se instaló en mi mente, pero es justo la naturaleza misteriosa de esa otra realidad la que Ingrid Rojas Contreras aborda con tanta familiaridad.

TMWCMC llegó a mí de la manera mágica en que los libros suelen encontrar a sus lectores. En mi caso, un conocimiento pocas veces buscado de manera deliberada reaparece una y otra vez, en forma de libro o persona. Y una de tales coincidencias es la que puso en mis manos esta obra que ya no pude dejar de leer. En sus páginas me he encontrado con un saber que alude al mismo tiempo a esta realidad física y a otra con la que mi familia y yo hemos convivido desde siempre, a la cual nos hemos negado a renunciar aun cuando el cientificismo nos reitera que carece de fundamento. A nosotros, como sugiere la autora, nos resulta imposible desprendernos de ella porque es parte de nuestra forma de explicarnos y entender el mundo, porque la hemos visto, sentido y vivido; y nos ha susurrado, desde otros planos o dimensiones, verdades que con otros métodos difícilmente podríamos descifrar.

TMWCMC es presentada como una memoria, palabra que en la obra se nos ofrece no solo en su significado de recuerdo, sino también de género por medio del cual se recuperan los vestigios de una vida para dejar evidencia de que, en efecto, se vivió. Lo que me parece al mismo tiempo mágico e ingenioso es la habilidad de la autora para entrelazar estas dos acepciones no solo a través del formato sino también de las imágenes y los recursos, que en esta obra trascienden un fin literario. Porque el libro de Ingrid Rojas Contreras no se queda en la esfera de lo artístico, sino que se puede considerar una documentación del conocimiento no occidental del que los procesos colonizadores han tratado de despojarnos sin éxito. No por nada se considera a esta una obra de no ficción. 

Esta memoria ocupa ya un lugar especial dentro de mis libros favoritos, porque reconozco en ella el saber milenario, prueba de la conexión inexorable entre este y otros mundos, un puente que solo algunas conciencias son capaces de cruzar a voluntad. Quedan todavía algunas personas con la habilidad de acceder a esas otras dimensiones y volver a esta con el poder preciso para modificarla. A algunos de ellos les llamamos curanderos. El abuelo de la autora, un ser capaz de mover las nubes, captar mensajes del futuro, sanar cuerpos y vislumbrar las almas de los que ya no están vivos, perteneció a este grupo. 

Mediante un viaje de vuelta a sus raíces, la autora no solo se reencontrará con su pasado familiar, sino que a la luz de esa herencia, explorará un ciclo que se repite entre los suyos, pero parece remontarse a muchas generaciones antes. Sucede con su abuelo, luego con su madre, y al final con ella. En medio de este proceso de autodescubrimiento, los episodios amnésicos serán, paradójicamente, el punto de partida para la recuperación de una facultad que va más allá de la simple retención de acontecimientos o fechas. A veces, es necesario olvidar para recobrar la verdadera memoria.

Por otro lado, no puedo evitar conectar con este libro hasta los huesos porque yo también vengo de un país donde los efectos de la colonización a los que la autora hace referencia siguen dictando quién merece o no un puesto de trabajo, quién puede representar el papel de empleada doméstica en las telenovelas esterotipadas de cadena nacional, aparecer en anuncios publicitarios o ser prejuzgado como criminal solo por su color de piel: 

“En América  —dice Ingrid Rojas Contreras—, cuanto más cerca estabas de la raza blanca, menos dinero debías como tributo a la Corona y más derechos poseías. Muchos mestizos, queriendo escapar de la esclavitud y el tributo, se concentraban en calcular con quién debían casarse y cuántas generaciones se necesitarían para llegar a estar lo más limpios posible del rastro de otras razas. […] esta opresión se convirtió en un odio interiorizado, transmitido por las madres que les decían a sus hijos que no se expusieran al sol para que no se volvieran más morenos, que les instruían para que se casaran bien, es decir, que se casaran con mujeres de piel clara, que los untaban con blanqueador de piel y les enseñaban a decolorar el vello corporal para engañar a la vista, para parecer más blancos y, por lo tanto, más hermosos.” (195-196)

En la América colonizada, los pueblos que se negaron a ser parte del “progreso” (que más bien estaba condicionado por un discurso discriminatorio) y a profesar la religión impuesta fueron condenados al rezago. Y el color de piel y el origen siguieron siendo determinantes para la calidad de vida a la que se podía aspirar. Esto se ha perpetuado hasta nuestra época y es la raíz de las desigualdades que configuran el panorama económico del México actual. Prueba de ello es que más del 50% de la población indígena vive en la pobreza, en condiciones de vulnerabilidad y con poca visibilidad y representación. Así pues, en la historia podemos encontrar infinita evidencia de que la estratificación de clases, sea por motivos étnicos, raciales o económicos, siempre ha sido un dispositivo para conservar el poder en manos de unos pocos: 

“A los fabricantes de espejos se les pagaba generosamente, y los espejos eran excesivamente caros. La realeza podía permitírselos, y también la aristocracia. La gente común se las arreglaba con espejos de hojalata, en los que veían un reflejo borroso de sí mismos. El reflejo perfecto era un privilegio. El reflejo perfecto siempre ha sido un privilegio.” (269)

Este ejemplo puede aplicarse sin problema al sistema de privilegios que persiste hasta el día de hoy. No es extraño, entonces, que esa oscuridad a la que nuestros antepasados se vieron recluidos por motivos de discriminación se haya extendido dentro de la cultura hasta hacer que nos avergonzáramos de los saberes heredados, solo porque ojos ciegos proclamaron que todo lo que no se adhería a su forma de pensamiento era la definición perfecta de la ignorancia. Esta realidad es compartida por los pueblos originarios en toda América, aunque los componentes que la configuran no se hayan dado de la misma manera o en la misma medida. Dice Ingrid Rojas Contreras:

“Las historias y los relatos de un pueblo son un espejo: cuentan cómo, dónde y por qué vivió un pueblo. No importa el año ni la hora, el imperio siempre buscará destruir los espejos en los que no se ve a sí mismo. Por eso la cultura colonizadora no considera que nuestras historias transmitidas a través de la memoria sean un documento válido; por eso asume que son más sueños que historia, de la misma manera que nuestras realidades percibidas son vistas como ficción. Este es el lenguaje en el poder. Nunca ha sido capaz de imaginar nada fuera de sí mismo. Pero donde termina su pensamiento, comienza el nuestro.” (268)

A pesar de que se nos conmina a olvidar, debajo de la imposición de los preceptos occidentales resiste el mundo que nos dice que las brujas pueden adoptar la forma de un animal, o que en semana santa se abren las puertas de otra dimensión, habitada por muertos que pueden indicarnos dónde encontrar tesoros: “En Ocaña, el tesoro encantado emana una luz sobrenatural. Se dice que brilla solo ante una persona elegida, o de forma indiscriminada durante la Semana Santa” (111), dice la autora. A través del tiempo, conservamos las señales, leyendas y advertencias de nuestros antepasados, de no andar solos de noche por el cerro, o cerca de ciertos lagos o lagunas, de no internarnos en el dominio de criaturas que no son de este plano dimensional. 

Y así como algunas personas olvidan para sobrevivir, otras deciden registrar un pasado que se hace presente a través de las memorias codificadas en el cuerpo y el alma, que va más allá de la edad y las fronteras. El cuerpo como documento, dice la autora, y la memoria como guía para retroceder sus propios pasos y emprender un viaje cuyo propósito no es solo desenterrar los restos de su abuelo, sino hallar una verdad que parece pertenecerle a otros cuerpos y otros tiempos, pero termina por habitarla a ella también. Y es que, ¿dónde estaríamos nosotros sin aquellos que nos precedieron?: 

“Hay una parte de mí que es mi abuelo, posado en mi interior, observando su propio cuerpo descender por la colina entre las lápidas y más allá de lo que se puede ver, hacia un lugar no especificado donde se convertirá en cenizas. Incluso la tierra nueva es reciclada. La tierra se traga el suelo que pisamos y lo disuelve, luego lo vuelve a levantar décadas después, y lo llamamos nuevo. Pero es viejo. Siempre somos viejos.” (275)

Los huesos de su abuelo, finalmente, han conjurado esa otra realidad que ahora reclama su lugar. Las historias de vida de nuestros antepasados se convierten, entonces, en un presagio de nuestro propio futuro. En algún momento, si ponemos atención, también a nosotros se nos encomendará la misión de recordar, para reivindicar a nuestros fantasmas, desenterrar la historia que reposa en el cuerpo hecho polvo de nuestros ancestros y abrir los ojos con el fin de ver más allá de lo que, se nos dice, es este mundo: “Creemos que nuestra incapacidad para percibir algo significa que no existe. Nada desaparece nunca. Todo lo que creemos haber perdido sigue aquí, solo que como polvo en el aire que respiramos. Nuestro problema siempre ha sido que no podemos leer el polvo.” (271) La escritura de la memoria es viajar hacia aquello que fuimos, y reclamar la posibilidad de reconocernos bajo la luz de los ojos que se apagaron en el plano físico, pero que siguen encendidos a través de los nuestros gracias al milagro de la sangre y el recuerdo.

Nota: La traducción no es la oficial porque solo tuve acceso al ejemplar en inglés.

Referencia: Rojas Contreras, Ingrid. The Man Who Could Move Clouds. United States: Penguin Random House, 2022. Versión Kindle.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *