El corazón de Gideon

Enfermó nuestra Gideon. Siempre sucede así, de manera inesperada. Los primeros signos, los diagnósticos errados, el deambular por las veterinarias y el dolor oculto de esos seres que saben fingir que todo está normal. Un día nuestras madrugadas se interrumpen por los maullidos tempraneros. Al otro, un sueño infinito ahoga en su abismo el juego, los rasguños y las travesuras. 

Gideon es la primera gatita que adoptamos. Llegó a casa porque yo quería tener mascotas, y Cibeles, la gata de un amigo de mi hermano había parido una camada. La escogí a ella de entre varios bebés que aparecían amontonados en una foto de WhatsApp, y a los dos meses mi hermano la llevó en el carro, de Aguascalientes a Zacatecas. El trayecto debió haber sido traumático para ella, porque desde entonces la ponen ansiosa a los viajes en coche. Varias noches se durmió conmigo, pero con el paso del tiempo mi papá y mi hermana pequeña se convirtieron en sus humanos favoritos. 

Cuando creció y la esterilizamos, la dejamos salir al patio, y ella se hizo amiga de un limón que nació solito en una caja de composta. Se guarecía bajo su sombra durante horas enteras, y maullaba cuando ya le daba hambre. Una vez que fui a abrirle la puerta, me trajo en el hocico un lagartijo. Yo la obligué a soltarlo, y me reí mucho. Gideon fue mi introducción al mundo de los gatos, y en muchos sentidos ha sido mi maestra, porque con ella cometí algunos errores que he intentado no repetir con Bruno y Brina. 

Cuando me vine a Estados Unidos, traerla no fue una opción, porque se convirtió en la compañera fiel de mi hermana. Cuando le hacía videollamadas para acompañarnos en nuestras actividades, mientras mi hermana contestaba cuestionarios de historia o geografía, Gideon tomaba su lugar en el escritorio, sentada sobre plumas y papeles. Nunca le ha importado cuántos lápices queden atrapados debajo de sus pelos. En otras ocasiones la veía asomarse por la ventana, como si pudiera entender los chismes de los vecinos. A veces, los gatos tienen ese modo apacible de observar que parece que no esperan nada porque ya lo saben todo. 

Hace poco nos dijeron que su corazoncito no le funciona bien y, aunque el pronóstico fue el más favorable dentro de todas las posibles catástrofes, su animo no ha vuelto a ser el mismo. A veces pienso que es mi culpa, por no ser una de esas dueñas que cuidan a sus mascotas con excesivo escrúpulo. Por tardarme en entender la relación tan irrompible y mística que nos une a los gatos. Por no haber visto las señales, por asumir que nada le dolía solo porque seguía existiendo, maullando para pedir pollito, recorriendo la casa a voluntad. 

Pero la doctora dice que su cardiomiopatía hipertrófica es genética, y aunque es muy grave, hay una posibilidad remota, con medicamentos de por vida y si la suerte nos socorre, si su cuerpo aguanta. Pero su cuerpo es tan pequeño… ¿Cómo le pido que soporte un corazón engrosado de dolor? 

Estos días, mi familia, mi esposo, una de mis mejores amigas y la doctora Susana han luchado conmigo para ganarle tiempo a lo que hora tras hora se vuelve inminente. Su mirada perdida parece buscar un resquicio dónde descansar de esta realidad que ya le duele desde dentro. Cada salto de Brina y Bruno me hace consciente de las carreras que Gideon ya no corre. El masticar de las croquetas y los maullidos juguetones de mis otros dos gatos son el recordatorio de que, a millas de distancia, la otra integrante felina de la familia está luchando por seguir en este mundo. 

Hemos dado cada paso necesario, pero lo que me duele en el alma es pensar que sufre, que cada suspiro que le roba al aire le punza los pulmones, que tiene hambre y no come, que hace apenas unas semanas yo hacía cuentas para ver cuándo podría pagarle a mi abuelita su sillón rasgado, y ahora hacemos cuentas para ver qué más hacer para que Gideon permanezca con nosotros. 

Es en estos momentos donde uno se da cuenta de que los sillones y las cortinas y los maullidos de madrugada no son nada comparados con el miedo de perderlos a ellos, a los compañeros que, en silencio, nos han visto reír, llorar, y se han hecho bolita en las maletas mirándonos con cara de: ¿a dónde crees que vas, humano? 

No voy a decir que he perdido la esperanza, ¿pero quién cruzaría la línea de lo invivible por egoísmo? Ahora entiendo, ya entiendo todo, que ellos están aquí para transformar nuestras vidas, y que sin ellos también la vida cambia, pero hacia un cielo más triste que espera el regreso de unos ojos atigrados, vigilantes impasibles del vuelo de las aves. 

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